
Mi viejo lindo,
Me decía feliz el tío Ricardo,
Fumando con clase su cigarrillo,
“taita unas moneas pa¨ un vino”,
El viejo generoso sacaba el billete del bolsillo,
“el pata de alicate” en la calle lo apodaban,
Era uno de los viejos con leyenda,
Sus palabras se escuchaban,
Era manso, de facciones alargadas,
Unos ojos verdes, una sonrisa desgastada,
En su cara se podrían haber calcado mapas,
Seguramente una gota se hubiera desvanecido corriendo por sus arrugas,
En sus orejas podrían haber yacido lagunas,
Era de los tipos que apretaba firme la mano,
Al hablarte serio levantaba su índice a ratos,
Arreglaba frecuentemente su gorro de Grecia,
El no vestía harapos,
Con sus ochenta y algo sus pulmones reclamaban tosiendo palabra por medio,
Su palabra era razón y como no,
Si deambulo por años en la mejor escuela,
Obligado a sobrevivir,
Creció y aprendió igual que en la selva,
“en la calle hay que saber vivir”; decía,
En el colchón de cemento se manchaban las sabanas de cartón con sangre por una herida,
Durmiendo en la calle se resigno a quizás despertar en otra vida,
Pero el no caminaba solo, el Alfredo, el Julio, el “lucho”, el Aurelio, eran su familia,
Era uno de los reyes del parque cuidando autos junto al “paleta”,
Ahí se ganaba los vicios el viejo,
Aparte de la cama en la hospedería,
No era un hotel cinco estrellas,
Pero cambio el cartón por frazadas y la botella por un plato de comida,
Fue aquí donde compartí, conocí y aprendí,
Su afición por el audax italiano,
Sus estudios en la universidad técnica del estado,
Que tuvo dos tíos ministros en el pasado,
Sus penas y alegrías,
La tristeza por su familia,
Hasta tuve la suerte de celebrar el que seria su último cumpleaños,
Donde apago las velas con su espontáneo clamor,
Quizás cuantas veces en ocho décadas celebro solo junto a un ron,
Así, entre sábado y sábado,
Llegamos al mes de nuestra tradicional patria,
Mes entero de chicha y de la buena cueca “picaresca”,
El día anterior al dieciocho de septiembre,
Los tíos hicieron un asado y empezó la juerga,
Ya adentrada la noche el vino jugaba con sus piernas,
Un buen trozo de carne atenuaba el poder de la cepa,
A esas alturas nadie se imagino que el maldito adelantaría nuestro duelo,
El tío Ricardo se acostó en una banca,
Y en el asfixiante sueño se fue al cielo.
El huérfano sombrero, un buen vino sin dueño,
Su fiel compañero cañón,
Por ser de calle con una familia donde estuvo el apellido ausente,
No tuvo derecho a un digno cajón,
Aleatorio su cuerpo, mas no su recuerdo,
Se alza como el más bello monumento en la plaza del roto chileno,
Sus hermanos que perecieron primero,
Descansan a su lado orgullosos,
Con sus nombres en piedras escritas en el suelo,
Ricardo Olavaria Fernández es recordado en yungay,
Como el roto con el corazón más bueno,
Sus compañeros de la calle esperan escépticos la coyuntura de su sepelio.